J.
Ignacio Mancilla*
Peter Sloterdijk (Karlsruhe,
1947), uno de los filósofos vivos quizás más interesantes, ha escrito una
odisea filosófica como pocas: Esferas, una trilogía, que intenta, y lo logra en
muchos sentidos, dar cuenta de las peripecias de la filosofía como discurso y
aventura a lo largo de, ya, XXVI siglos.
En el capítulo 2, Entre
rostros. Sobre la emergencia de la esfera íntima interfacial, del volumen I, Burbujas.
Microesferología, se ocupa, además de otras cosas, del beso; dando así su pauta
narrativa a la gestación de lo que él llama, sin duda siguiendo mucho a Martin
Heidegger, al tiempo que se desmarca de él, el “espacio-cuatro-ojos” y la
“esfera-dos-corazones”.
Se trata nada más, pero nada
menos, del encuentro entre-dos en su dimensión más íntima, sin que por ello
quede fuera el espacio de lo público; es decir, de lo comunal.
Y lo hace a partir de la
filosofía de Marsilio Ficino (1433-1499) y de la pintura de Giotto Di Bondone
(1266/7-1337); en específico de las reflexiones sobre el amor de Ficino y de los
frescos de la Cappella degli Scrovegni, dedicados al Nacimiento de María y a la
Pasión de Cristo.
Del filósofo florentino y
neoplatónico retoma la fuerza de la mirada en el encuentro entre-dos, pero cito
el párrafo para no dar pié a malos entendidos:
“Ficino se remonta a ese
descubrimiento de que los rostros pueden afectarse mutuamente en algo que
plantea cuestiones relativas a la verdad y a la participación; su descripción
del contacto fascinógeno de miradas entre Lisias y Fedro supone el primer
intento de la filosofía moderna de describir el espacio interfacial de tal modo
que ya no aparezca como vacuum o como
un espacio intermedio neutro. Tras las huellas de Platón, Ficino presenta el
espacio entre los rostros como un campo de fuerza repleto de irradiaciones
turbulentas. En ese campo interactúan superficies faciales que se vuelven unas
hacia otras y que sólo de ese modo se abren en cada caso hacia una facialidad facial
humana: a través de su ser-para-el-otro-rostro”.[1]
Sloterdijk nos advierte que
antes de Ficino, Giotto nos ofrece “el ensayo pictórico más sublime de una
metafísica del encuentro facial”.
Y es que lo que Giotto nos
representa de manera magistral son las escenas en las que, por un lado, se
besan Ana y Joaquín; por el otro, en la que Judas besa a Jesús.
Para que se calibre bien la
fuerza de este texto, lo cito completo:
“Siglo y medio antes del
renacimiento florentino de Platón la pintura moderna temprana había comenzado a
poner de relieve plásticamente el espacio interfacial como una realidad de
derecho propio. En ninguna parte aparece tan decidida y completamente realizado
ese descubrimiento pictórico de la fuerza típica conformadora de espacio de rostros
humanos vueltos unos hacia otros como en
la Cappella degli Scrovegni de la iglesia redonda de Padua. En esos
frescos, que seguramente fueron terminados antes de 1306, Giotto registró todo
un alfabeto de constelaciones interfaciales. En docenas de escenas de la
historia sagrada despliega un telón de acontecimientos pictóricos cubiertos de
imágenes estelares de rostros humanos que se iluminan mutuamente. Los dos
estudios más profundos de Giotto sobre el motivo de un cara-a-cara bíblico se
encuentran en el ciclo de escenas sobre el Nacimiento de María y en el de la
Pasión: en el saludo que le hace santa Ana a Joaquín en las puertas doradas de
Jerusalén y en el beso de Judas. En ambas escenas de beso Giotto ofrece el
ensayo pictórico más sublime de una metafísica del encuentro facial”.[2]
A partir de estos
antecedentes, uno pictórico y el otro filosófico podemos, ahora sí, intercalar
nuestra reflexión sobre el beso como preludio del encuentro facial y corporal
que todas y todos conocemos como amor, y que el cine, como hijo tecnificado de
la pintura ha ensalzado de manera tal que uno no puede concebir película alguna
sin escenas de besos.
Sé que con esto de ninguna
manera agotamos el tema, antes bien, apenas estamos dando los primeros pasos
para una atenta reflexión sobre tan sublime acto íntimo en el que el cara-a
cara- se pone en el centro de eso que Sloterdijk ha denominado “metafísica del
encuentro facial”.
Y es que un beso, como todas
y todos sabemos, no es un asunto baladí, no obstante su banalización cuando
éste se reduce a una mera convención de saludo por medio de la que me obligo a
ofrecer al otro mi rostro y mi beso.
Pero… un beso siempre dice y
hace mucho más que acercar dos rostros y dos cuerpos.
Sobre todo cuando es un beso
de… amor.
*J. Ignacio Mancilla
militante de izquierda (casi solitario).
Lacaniano por convicción
y miembro activo de Intempestivas,
Revista de Filosofía y Cultura.]