J.
Ignacio Mancilla*
“Lo político implica el
ganado”.
Jacques
Derrida, El animal que luego estoy
si(gui)endo.
Permítanme, en el inicio de
este trabajo conjunto que haremos (Esteban Arellano García, Armando Correa
Santillán y un servidor) sobre el monumental libro de Jacques Derrida
(1930-2004) Políticas de la amistad
(1994/1998), hacer algo un tanto injustificado. Retomar desde el principio el
enigmático final, escandido con unos puntos suspensivos, que modifica,
radicalmente, no solamente la famosa frase atribuida a Aristóteles que motiva
el libro todo (de 338 páginas o de 413 si se considera el texto El oído de Heidegger, nada ajeno) sino
que, también, subvierte la estructura misma del libro todo; y lo digo sin temor
a equivocarme: “oh, mis amigos demócratas…”, escribe Derrida como final y
suspende el libro, dejándolo en vilo; dejándonos en vilo.
¿Qué es lo que hace Derrida con
esta modificación de la frase y que afecta, según mi lectura, todo el texto?
Deconstruir, por arriba y por
abajo, la dichosa frase atribuida a Aristóteles que dice: “Oh, amigos míos, no
hay ningún amigo”, para con ella, todo el tiempo, llevarnos a pensar y
re-pensar los alcances y los límites de la política moderna, es decir, de la
democracia misma.
Al grado que resulta
inevitable que nos preguntemos, también injustificadamente, apenas en el
comienzo de nuestra lectura, ¿hay democracia?, como coronación de otras cuatro
preguntas, que se derivan de ese final abruptamente suspendido, cuando antes se
nos ha señalado que Políticas de la
amistad habría que leerlo como un largo (pero muy largo) prefacio a un
texto que algún día le gustaría escribir y que, hoy podemos decir, ya no fue
posible, pero ¿en verdad no lo fue?
¿Hay amigos?
¿Hay enemigos?
¿Hay amigos demócratas?
¿Hay enemigos demócratas?
Estas cuestiones siguen, casi
a pie juntillas, tanto la lógica de la frase aristotélica como la lógica
deconstructiva a la que ha sido sometida por Jacques Derrida, la frase de
Aristóteles.
En particular la pregunta,
¿hay democracia?, nos conduce a una posición subversiva sobre el paradigma más
importante de la política moderna, la democracia; de tal modo que nos obliga,
hoy día, a reflexionar sobre si la democracia se reduce o no a su estatuto
contable, es decir, si en la democracia se trata solamente de contar votos y
que éstos cuenten, para instaurar, así, un ganador. Y si la democracia e
reductible a un asunto de cálculo.
Es precisamente todo esto, la
política y la democracia modernas (y la filosofía también aunque no solo ella,
el psicoanálisis mismo, incluso), lo que Derrida pone patas arriba, cuando nos
señala, como de paso, su carácter profundamente androcéntrico, ya lo veremos,
que nos viene de lejos. Desde los griegos, por lo menos.
Bien, me detengo, hasta donde
mis límites me lo permiten, para intentar extraer todas las consecuencias de la
deconstrucción hecha por Derrida en este libro; por lo pronto tal y como las
formula en el Prólogo y en el primer
capítulo, intitulado Oligarquías:
nombrar, enumerar, contar.
Va, pues. Empecemos desde el
comienzo.
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Jacques Derrida (1930 - 2004). |
Del
Prólogo
Lo primero de lo que nos habla
Derrida es del Seminario, de su primera sesión, con el título, precisamente, de
Políticas de la amistad, que dio en 1988-1989,
y que venía después de otros, que habían versado sobre La nacionalidad y el nacionalismo filosófico (Nación, nacionalidad, nacionalismo, 1983-1984; Nomos, Logos, Topos, 1985-1986; Kant,
el judío, el alemán, 1986-1987. Y los que le siguieron, que trataban, nos
dice, de las Cuestiones de la
responsabilidad a través de la experiencia del secreto y del testimonio,
1989-1993.
Seminarios todos que, cabe
advertirlo, se sitúan entre la caída del Muro de Berlín (9 de noviembre de 1989)
y el colapso del socialismo de la extinta Unión de Repúblicas Soviéticas y
Socialistas, URSS (entre el 19 de enero de 1990 y el 25 de diciembre de 1991),
de consecuencias todavía impensadas para el mundo actual; todavía. Y que
sobredeterminan (¡Ay, Louis Althusser!), entre otras cosas, los extravíos de la
izquierda en México y el mundo. Hasta el presente.
Enseguida Derrida afirma que
cada sesión del Seminario de 1988-1989 se abrió con las palabras de Michel de Montaigne
(1533-1592) que aluden a una frase atribuida a Aristóteles: “Oh, amigos míos,
no hay ningún amigo”, para, así:
“[…] ensayar después, semana
tras semana, las voces, los tonos, los modos, las estrategias de esa frase,
para replantear después su interpretación o para hacer girar, como en torno a
ella, su escenografía” (p. 12).
Insiste, también, en decirnos
que su reflexión cae regularmente bajo los rasgos del hermano, es decir, una
especie de figura del amigo y, por tanto, de la configuración familiar,
fraternalista y, como consecuencia de ello, de la forma androcentrada de lo
político.
Derrida se plantea y nos hace
en ese su cuestionamiento, dos preguntas que son centrales, ahora, en la reflexión sobre la democracia.
La primera dice así: “¿Por qué
el amigo sería como un hermano?; y la
segunda, después de haber formulado un sueño que se lanza “más allá” de esa
proximidad del doble congénere, “más allá del parentesco”, afirma, en toda su
radicalidad, después de vislumbrar un “más allá del principio de fraternidad”,
si esto, reflexiona: “¿Merecería todavía el nombre de
<<política>>?”.
Advirtiéndonos, claro está,
que la misma interrogación vale para todos los “regímenes políticos”, pero que
la gravedad de dicha cuestión adquiere todo su relieve en un régimen
“democrático”, con todo el problema que ha implicado plantear así las cosas;
ello en la medida en que, raramente, el concepto de lo político se anuncia al
margen de algún tipo de adherencia del Estado a la familia. Incluso llega a
utilizar, Derrida, el concepto de una esquemática
de la filiación.
Como se ve el texto es
sumamente subversivo en tanto cuestiona, de raíz, una tradición, la política, a
la que todavía nos encontramos adheridos sin reflexionar mucho sobre sus
fundamentos y su genealogía, desde hace buen rato en una profunda crisis.
Es toda la biopolítica
contemporánea lo que Derrida somete a una aguda deconstrucción, aunque él
prefiere el término zoopolítica sobre
el de biopolítica, mismo que
intentaré aclarar cuando abordemos el capítulo I del libro, un poco más
adelante.
Pero regreso a todo el asunto
de la vida y sus vinculaciones con lo político, tal y como lo viene formulando
el pensador judío-argelino en este su singular texto.
Cuando nos habla de una esquemática de la filiación, introduce
de lleno todo lo que tiene que ver con:
“[…] la cepa, el género o la
especie, el sexo (Geschlecht), la
sangre, el nacimiento, la naturaleza, la nación -autóctona o no, telúrica o
no-. Cuestión abismal, una vez más, de la phýsis.
Cuestión del ser, cuestión de lo que se manifiesta al nacer, al abrirse, al
hacer brotar o crecer, al producir produciéndose. La vida, ¿no es eso? Es así
como se la cree reconocer” (p. 13).
Es todo el programa de la
metafísica el que se cuestiona, para, así, poder deconstruir la política misma,
bajo su figura de la democracia, tan griega como la filosofía misma.
Son los ideales modernos de la
Revolución francesa (Libertad, Igualdad, Fraternidad), paradigma contemporáneo
de toda revolución que sea digna de tal nombre, lo que en este libro se
cuestiona; sí, se critica ese entramado siempre frágil entre la vida familiar,
la sociedad civil y el Estado como principio de la fuerza y de la Ley.
¿Y las hermanas? ¿Y Antígona?
¿Y Medea?
Es apuntando a todo esto que
Derrida escribe:
“La fratriarquía puede
comprender a los primos y a las hermanas, pero, como veremos, comprender quiere
decir también neutralizar. Comprender puede llevar, por ejemplo, con la
<<mejor intención del mundo>>, que la hermana no proporcionará
jamás un ejemplo dócil para el concepto de fraternidad. Por eso se la quiere
hacer dócil, y ahí está toda la educación política” (p. 13).
¡Ay, el problema del
patriarcado y sus sueños androcéntricos siempre asediados por la rebelde insistencia
de más de una mujer! Más de una, no obstante, cada una, siempre singular. Como
Lacan llegó a mostrárnoslo, en sus famosas y polémicas fórmulas lógicas de la
sexuación.
¡Ay, el tema de las violencias
de género en el mundo actual!
¡Ay, el tema de los crímenes
políticos, de género o no!
¡Ay, las matanzas en el mundo,
terroristas o no!
¡Ay, el México nuestro con todos
nuestros muertos y desaparecidos!
¡Ay, los que se mueren en el
mundo por hambre o por enfermedades curables!
¡Ay, los sin techo y sin casa
en donde resarcirse de sus dolores y sufrimientos humanos en un mundo inhumano!
¡Ay!
¡Ay, la política! ¡Y los
amigos y los enemigos!
¡Ay, Carl Schmitt (1888-1985)!
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Portada de Políticas de la amistad (Trotta). |
Derrida enlaza todo esto con
el agravio (grief, en francés y grievance en inglés) en la medida en que
implica:
[…] el daño, el entuerto, el
perjuicio, la injusticia o la herida, pero también la acusación, el
resentimiento o la queja, la reclamación de castigo y de venganza. En inglés la
misma palabra significa sobre todo dolor o duelo, pero grievance significa
también el objeto de la queja, la reclamación, la injusticia, el conflicto, un
entuerto que habría que deshacer, una violencia que reparar” (p. 14).
Y es que la frase misma de
“oh, amigos míos, no hay ningún amigo” es ya una queja ante los amigos que no
comparecen, que no están; o que ya no son presentes.
Y aquí es donde Derrida
entrama, de manera genial, todo el asunto de la democracia con la cuestión de
número y de los amigos.
¿Es reductible la democracia a
una cuestión de cálculo?
Y es que ya estamos, en el
mundo de ahora, como bien lo dice Derrida:
“En los bordes de lo jurídico,
de lo político, de lo tecno-biológico, corren el riesgo de hacer desparecer por
ejemplo las distinciones, tan fundamentales, pero tan precarias hoy, más
problemáticas y frágiles que nunca. ¿Se está seguro de poder distinguir entre
la muerte (llamada natural) y el dar muerte, después entre el asesinato sin más (todo crimen contra la vida,
aunque sea puramente <<animal>>,como se dice cuando se cree saber
dónde comienza y acaba lo viviente) y el homicidio, después entre el homicidio y el genocidio (primero en la persona de
cada individuo representante del género, después más allá del individuo: ¿con
qué número comienza un genocidio, el
genocidio propiamente dicho o su metonimia?, ¿y por qué la cuestión del número tendrá que insistir en el centro de todas estas
reflexiones? ¿Qué es un genos y por
qué el genocidio concerniría sólo a una especie -raza, etnia, nación, comunidad
religiosa- del <<género humano>>?), después entre el homicidio y, algo que se nos dice es completamente
diferente, el crimen contra la humanidad, después
entre la guerra, el crimen de guerra, que según se nos dice sería algo
completamente diferente, y el crimen contra la humanidad? Todas estas
distinciones indispensables -de derecho-
pero son cada vez más impracticables, y eso no puede, de hecho y de derecho, no
afectar la noción misma de víctima o de enemigo, dicho de otra manera, al agravio” (pp. 15-16).
Derrida cierra este magnífico y
cuestionador Prólogo, demasiado
problematizador, insisto, preguntándose sobre la decisión y la soberanía del
que decide.
¡Ay, la política!
¡Ay, el derecho!
¡Ay, el psicoanálisis!
¡Ay, la filosofía!
Demasiados problemas y muy
complejos todos; esa es la tesitura de Políticas
de la amistad; un libro inconcluso, ¿como todos los libros?, que conmueve
todo el saber y todo nuestro ser, para dejarnos en vilo y en suspenso, como el
final, abierto; como la vida misma.
Antes de mi cierre, permítanme
citar, por último a Derrida; ahí donde, precisamente, nos inquiere sobre la
decisión y sus consecuencias. Él escribe:
“Nos preguntaremos entonces
qué es una decisión y quién decide. Y
si una decisión es, como se nos dice, activa, libre, consciente y voluntaria,
soberana. ¿Qué pasaría si guardásemos esa palabra y ese concepto, pero
cambiásemos estas últimas determinaciones? Y nos preguntáramos también quién dicta aquí el derecho. Y quién funda el derecho como derecho a la
vida. Nos preguntamos quién da o
impone el derecho a todas estas distinciones, a todas estas prevenciones y a
todas las sanciones que aquéllas autorizan. ¿Es un viviente? ¿Un viviente pura
y simplemente viviente, presentemente viviente? ¿Un presente viviente? ¿Cuál?
¿Dios? ¿El hombre? ¿Qué hombre? ¿Para quién y a quién? ¿El amigo o el enemigo
de quién?” (p. 16).
¡Ay, Walter Benjamin
(1892-1940)!
Ahora cierro yo, simplemente,
¿simplemente?, citando la famosa frase que será sometida a la más encarnizada y
desencarnada deconstrucción derridaniana: “Oh, amigos míos, no hay ningún
amigo”.
Ahora la palabra la tienen
ustedes, mis amigos.
La hora de la discusión y la
crítica seria apenas empieza. Más allá de las (recientes) elecciones. Espero,
sinceramente, que no nos ganen todas estas determinaciones, todavía demasiadas
políticas y metafísicas y nos veamos, con ellas, sumidos de nuevo, otra vez (en
una fatídica compulsión a la repetición), en la espiral infinita de los
agravios, por lo siglos de los siglos…
… Espero…
Nota: Este
es el primer texto sobre Políticas de la
amistad (Editorial Trotta, Madrid, 1998), de Jacques Derrida. Habrá otros
que iré intercalando con reflexiones políticas más cercanas a lo que está
aconteciendo en México desde el triunfo de Andrés Manuel López Obrador (AMLO).
Aquí intento “alejarme” un poco de los acontecimientos políticos para,
metapolítcamente hablando, regresar a ellos desde una mejor perspectiva, espero
clarificadora. En la elaboración de este texto, me fue de mucha utilidad la
excelente biografía sobre el pensador judío-argelino de Benoît Peeters, Derrida, publicada
por el Fondo de Cultura Económica (Buenos Aires, 2013).