martes, 24 de julio de 2018

Oh, amigos/enemigos, ¿hay democracia?




J. Ignacio Mancilla*




“Lo político implica el ganado”.

Jacques Derrida, El animal que luego estoy si(gui)endo.




Permítanme, en el inicio de este trabajo conjunto que haremos (Esteban Arellano García, Armando Correa Santillán y un servidor) sobre el monumental libro de Jacques Derrida (1930-2004) Políticas de la amistad (1994/1998), hacer algo un tanto injustificado. Retomar desde el principio el enigmático final, escandido con unos puntos suspensivos, que modifica, radicalmente, no solamente la famosa frase atribuida a Aristóteles que motiva el libro todo (de 338 páginas o de 413 si se considera el texto El oído de Heidegger, nada ajeno) sino que, también, subvierte la estructura misma del libro todo; y lo digo sin temor a equivocarme: “oh, mis amigos demócratas…”, escribe Derrida como final y suspende el libro, dejándolo en vilo; dejándonos en vilo.

¿Qué es lo que hace Derrida con esta modificación de la frase y que afecta, según mi lectura, todo el texto?

Deconstruir, por arriba y por abajo, la dichosa frase atribuida a Aristóteles que dice: “Oh, amigos míos, no hay ningún amigo”, para con ella, todo el tiempo, llevarnos a pensar y re-pensar los alcances y los límites de la política moderna, es decir, de la democracia misma.

Al grado que resulta inevitable que nos preguntemos, también injustificadamente, apenas en el comienzo de nuestra lectura, ¿hay democracia?, como coronación de otras cuatro preguntas, que se derivan de ese final abruptamente suspendido, cuando antes se nos ha señalado que Políticas de la amistad habría que leerlo como un largo (pero muy largo) prefacio a un texto que algún día le gustaría escribir y que, hoy podemos decir, ya no fue posible, pero ¿en verdad no lo fue?

¿Hay amigos?

¿Hay enemigos?

¿Hay amigos demócratas?

¿Hay enemigos demócratas?

Estas cuestiones siguen, casi a pie juntillas, tanto la lógica de la frase aristotélica como la lógica deconstructiva a la que ha sido sometida por Jacques Derrida, la frase de Aristóteles.

En particular la pregunta, ¿hay democracia?, nos conduce a una posición subversiva sobre el paradigma más importante de la política moderna, la democracia; de tal modo que nos obliga, hoy día, a reflexionar sobre si la democracia se reduce o no a su estatuto contable, es decir, si en la democracia se trata solamente de contar votos y que éstos cuenten, para instaurar, así, un ganador. Y si la democracia e reductible a un asunto de cálculo.

Es precisamente todo esto, la política y la democracia modernas (y la filosofía también aunque no solo ella, el psicoanálisis mismo, incluso), lo que Derrida pone patas arriba, cuando nos señala, como de paso, su carácter profundamente androcéntrico, ya lo veremos, que nos viene de lejos. Desde los griegos, por lo menos.

Bien, me detengo, hasta donde mis límites me lo permiten, para intentar extraer todas las consecuencias de la deconstrucción hecha por Derrida en este libro; por lo pronto tal y como las formula en el Prólogo y en el primer capítulo, intitulado Oligarquías: nombrar, enumerar, contar.

Va, pues. Empecemos desde el comienzo.


Jacques Derrida (1930 - 2004).


Del Prólogo

Lo primero de lo que nos habla Derrida es del Seminario, de su primera sesión, con el título, precisamente, de Políticas de la amistad, que dio en 1988-1989, y que venía después de otros, que habían versado sobre La nacionalidad y el nacionalismo filosófico (Nación, nacionalidad, nacionalismo, 1983-1984; Nomos, Logos, Topos, 1985-1986; Kant, el judío, el alemán, 1986-1987. Y los que le siguieron, que trataban, nos dice, de las Cuestiones de la responsabilidad a través de la experiencia del secreto y del testimonio, 1989-1993.

Seminarios todos que, cabe advertirlo, se sitúan entre la caída del Muro de Berlín (9 de noviembre de 1989) y el colapso del socialismo de la extinta Unión de Repúblicas Soviéticas y Socialistas, URSS (entre el 19 de enero de 1990 y el 25 de diciembre de 1991), de consecuencias todavía impensadas para el mundo actual; todavía. Y que sobredeterminan (¡Ay, Louis Althusser!), entre otras cosas, los extravíos de la izquierda en México y el mundo. Hasta el presente.

Enseguida Derrida afirma que cada sesión del Seminario de 1988-1989 se abrió con las palabras de Michel de Montaigne (1533-1592) que aluden a una frase atribuida a Aristóteles: “Oh, amigos míos, no hay ningún amigo”, para, así:

“[…] ensayar después, semana tras semana, las voces, los tonos, los modos, las estrategias de esa frase, para replantear después su interpretación o para hacer girar, como en torno a ella, su escenografía” (p. 12).

Insiste, también, en decirnos que su reflexión cae regularmente bajo los rasgos del hermano, es decir, una especie de figura del amigo y, por tanto, de la configuración familiar, fraternalista y, como consecuencia de ello, de la forma androcentrada de lo político.

Derrida se plantea y nos hace en ese su cuestionamiento, dos preguntas que son centrales, ahora, en  la reflexión sobre la democracia.

La primera dice así: “¿Por qué el amigo sería como un hermano?; y la segunda, después de haber formulado un sueño que se lanza “más allá” de esa proximidad del doble congénere, “más allá del parentesco”, afirma, en toda su radicalidad, después de vislumbrar un “más allá del principio de fraternidad”, si esto, reflexiona: “¿Merecería todavía el nombre de <<política>>?”.

Advirtiéndonos, claro está, que la misma interrogación vale para todos los “regímenes políticos”, pero que la gravedad de dicha cuestión adquiere todo su relieve en un régimen “democrático”, con todo el problema que ha implicado plantear así las cosas; ello en la medida en que, raramente, el concepto de lo político se anuncia al margen de algún tipo de adherencia del Estado a la familia. Incluso llega a utilizar, Derrida, el concepto de una esquemática de la filiación.

Como se ve el texto es sumamente subversivo en tanto cuestiona, de raíz, una tradición, la política, a la que todavía nos encontramos adheridos sin reflexionar mucho sobre sus fundamentos y su genealogía, desde hace buen rato en una profunda crisis.

Es toda la biopolítica contemporánea lo que Derrida somete a una aguda deconstrucción, aunque él prefiere el término zoopolítica sobre el de biopolítica, mismo que intentaré aclarar cuando abordemos el capítulo I del libro, un poco más adelante.

Pero regreso a todo el asunto de la vida y sus vinculaciones con lo político, tal y como lo viene formulando el pensador judío-argelino en este su singular texto.

Cuando nos habla de una esquemática de la filiación, introduce de lleno todo lo que tiene que ver con:

“[…] la cepa, el género o la especie, el sexo (Geschlecht), la sangre, el nacimiento, la naturaleza, la nación -autóctona o no, telúrica o no-. Cuestión abismal, una vez más, de la phýsis. Cuestión del ser, cuestión de lo que se manifiesta al nacer, al abrirse, al hacer brotar o crecer, al producir produciéndose. La vida, ¿no es eso? Es así como se la cree reconocer” (p. 13). 

Es todo el programa de la metafísica el que se cuestiona, para, así, poder deconstruir la política misma, bajo su figura de la democracia, tan griega como la filosofía misma.

Son los ideales modernos de la Revolución francesa (Libertad, Igualdad, Fraternidad), paradigma contemporáneo de toda revolución que sea digna de tal nombre, lo que en este libro se cuestiona; sí, se critica ese entramado siempre frágil entre la vida familiar, la sociedad civil y el Estado como principio de la fuerza y de la Ley.

¿Y las hermanas? ¿Y Antígona? ¿Y Medea?

Es apuntando a todo esto que Derrida escribe:

“La fratriarquía puede comprender a los primos y a las hermanas, pero, como veremos, comprender quiere decir también neutralizar. Comprender puede llevar, por ejemplo, con la <<mejor intención del mundo>>, que la hermana no proporcionará jamás un ejemplo dócil para el concepto de fraternidad. Por eso se la quiere hacer dócil, y ahí está toda la educación política” (p. 13).

¡Ay, el problema del patriarcado y sus sueños androcéntricos siempre asediados por la rebelde insistencia de más de una mujer! Más de una, no obstante, cada una, siempre singular. Como Lacan llegó a mostrárnoslo, en sus famosas y polémicas fórmulas lógicas de la sexuación.

¡Ay, el tema de las violencias de género en el mundo actual!

¡Ay, el tema de los crímenes políticos, de género o no!

¡Ay, las matanzas en el mundo, terroristas o no!

¡Ay, el México nuestro con todos nuestros muertos y desaparecidos!

¡Ay, los que se mueren en el mundo por hambre o por enfermedades curables!

¡Ay, los sin techo y sin casa en donde resarcirse de sus dolores y sufrimientos humanos en un mundo inhumano!

¡Ay!

¡Ay, la política! ¡Y los amigos y los enemigos!

¡Ay, Carl Schmitt (1888-1985)!


Portada de Políticas de la amistad (Trotta).


Derrida enlaza todo esto con el agravio (grief, en francés y grievance en inglés) en la medida en que implica:

[…] el daño, el entuerto, el perjuicio, la injusticia o la herida, pero también la acusación, el resentimiento o la queja, la reclamación de castigo y de venganza. En inglés la misma palabra significa sobre todo dolor o duelo, pero grievance significa también el objeto de la queja, la reclamación, la injusticia, el conflicto, un entuerto que habría que deshacer, una violencia que reparar” (p. 14).

Y es que la frase misma de “oh, amigos míos, no hay ningún amigo” es ya una queja ante los amigos que no comparecen, que no están; o que ya no son presentes.

Y aquí es donde Derrida entrama, de manera genial, todo el asunto de la democracia con la cuestión de número y de los amigos.

¿Es reductible la democracia a una cuestión de cálculo?

Y es que ya estamos, en el mundo de ahora, como bien lo dice Derrida:

“En los bordes de lo jurídico, de lo político, de lo tecno-biológico, corren el riesgo de hacer desparecer por ejemplo las distinciones, tan fundamentales, pero tan precarias hoy, más problemáticas y frágiles que nunca. ¿Se está seguro de poder distinguir entre la muerte (llamada natural) y el dar muerte, después entre el asesinato sin más (todo crimen contra la vida, aunque sea puramente <<animal>>,como se dice cuando se cree saber dónde comienza y acaba lo viviente) y el homicidio, después entre el homicidio y el genocidio (primero en la persona de cada individuo representante del género, después más allá del individuo: ¿con qué número comienza un genocidio, el genocidio propiamente dicho o su metonimia?, ¿y por qué la cuestión del número tendrá que insistir en el centro de todas estas reflexiones? ¿Qué es un genos y por qué el genocidio concerniría sólo a una especie -raza, etnia, nación, comunidad religiosa- del <<género humano>>?), después entre el homicidio y, algo que se nos dice es completamente diferente, el crimen contra la humanidad, después entre la guerra, el crimen de guerra, que según se nos dice sería algo completamente diferente, y el crimen contra la humanidad? Todas estas distinciones indispensables -de derecho- pero son cada vez más impracticables, y eso no puede, de hecho y de derecho, no afectar la noción misma de víctima o de enemigo, dicho de otra manera, al agravio” (pp. 15-16).

Derrida cierra este magnífico y cuestionador Prólogo, demasiado problematizador, insisto, preguntándose sobre la decisión y la soberanía del que decide.

¡Ay, la política!

¡Ay, el derecho!

¡Ay, el psicoanálisis!

¡Ay, la filosofía!

Demasiados problemas y muy complejos todos; esa es la tesitura de Políticas de la amistad; un libro inconcluso, ¿como todos los libros?, que conmueve todo el saber y todo nuestro ser, para dejarnos en vilo y en suspenso, como el final, abierto; como la vida misma.   
  
Antes de mi cierre, permítanme citar, por último a Derrida; ahí donde, precisamente, nos inquiere sobre la decisión y sus consecuencias. Él escribe:

“Nos preguntaremos entonces qué es una decisión y quién decide. Y si una decisión es, como se nos dice, activa, libre, consciente y voluntaria, soberana. ¿Qué pasaría si guardásemos esa palabra y ese concepto, pero cambiásemos estas últimas determinaciones? Y nos preguntáramos también quién dicta aquí el derecho. Y quién funda el derecho como derecho a la vida. Nos preguntamos quién da o impone el derecho a todas estas distinciones, a todas estas prevenciones y a todas las sanciones que aquéllas autorizan. ¿Es un viviente? ¿Un viviente pura y simplemente viviente, presentemente viviente? ¿Un presente viviente? ¿Cuál? ¿Dios? ¿El hombre? ¿Qué hombre? ¿Para quién y a quién? ¿El amigo o el enemigo de quién?” (p. 16).

¡Ay, Walter Benjamin (1892-1940)!  

Ahora cierro yo, simplemente, ¿simplemente?, citando la famosa frase que será sometida a la más encarnizada y desencarnada deconstrucción derridaniana: “Oh, amigos míos, no hay ningún amigo”.

Ahora la palabra la tienen ustedes, mis amigos.

La hora de la discusión y la crítica seria apenas empieza. Más allá de las (recientes) elecciones. Espero, sinceramente, que no nos ganen todas estas determinaciones, todavía demasiadas políticas y metafísicas y nos veamos, con ellas, sumidos de nuevo, otra vez (en una fatídica compulsión a la repetición), en la espiral infinita de los agravios, por lo siglos de los siglos…

… Espero…   

Nota: Este es el primer texto sobre Políticas de la amistad (Editorial Trotta, Madrid, 1998), de Jacques Derrida. Habrá otros que iré intercalando con reflexiones políticas más cercanas a lo que está aconteciendo en México desde el triunfo de Andrés Manuel López Obrador (AMLO). Aquí intento “alejarme” un poco de los acontecimientos políticos para, metapolítcamente hablando, regresar a ellos desde una mejor perspectiva, espero clarificadora. En la elaboración de este texto, me fue de mucha utilidad la excelente biografía sobre el pensador judío-argelino de Benoît Peeters, Derrida, publicada por el Fondo de Cultura Económica (Buenos Aires, 2013).     



*J. Ignacio Mancilla.

[Ateo, lector apasionado, 
militante de izquierda (casi solitario).
Lacaniano por convicción
y miembro activo de Intempestivas,
Revista de Filosofía y Cultura.]













        

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